“…A la mala costumbre de hablar de sí mismo y de los propios defectos hay que añadir, como formando bloque con ella, ese otro hábito de denunciar en los caracteres de los demás defectos análogos a los nuestros. Y se está constantemente hablando de los dichos defectos, como si fuera esto una especie de rodeo para hablar de sí mismo, en el que se juntan el placer de confesar y el de absolver. Y es que nuestra atención, fija en lo más característico de nuestro ser, nota también esa cualidad en los demás mucho antes que las otras. Habrá miope que diga de otro:< ¡Si apenas puede abrir los ojos!>; a este enfermo del pecho le ofrece duda la integridad pulmonar del individuo más fuerte; un hombre poco aseado no hace más que hablar de los baños que no toman los demás; el que huele mal sostiene que allí donde está hay un olor que apesta; ve por todas partes maridos engañados el marido engañado, mujeres casquivanas la mujer casquivana, snobs el snob. Y pasa con cada vicio lo que con cada profesión, y es que exigen y desarrollan un determinado saber que se ostenta con gusto. El invertido descubre en seguida a los invertidos; el modista invitado a una reunión apenas ha empezado a hablar con uno cuando ya está valorando la clase de paño de su traje, y se le van los dedos, sin querer, a palpar la tela y reconoce su calidad… Y no sólo nos figuramos que los demás son ciegos cuando nos ponemos a hablar de nosotros, sino que procedemos como si en realidad lo fueran. Para cada uno de nosotros parece que hay un dios que oculta su defecto o le promete su inversibilidad…”
Marcel Proust.
Te debo un libro.
Transcribiendo lo anterior me he quedado con la hoja en la mano, sin quererlo.
¿Cómo seré?
Cómo me veo no, o solo en parte. ¿Qué parte?
Cómo me ven los demás, tampoco ¿O si?
¿O un poco de aquello, otro poco de esto, una pizca de lo otro?
¿Un batiburrillo?
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