viernes, 30 de enero de 2009

Jueves, siete y veinte.

Hace alrededor de nueve meses (noooo, no estoy embarazado. Desde luego que mente más calenturienta sus tenéis, hombre por dos) realizo el mismo trayecto caminando, que me ocupa desde las siete y diez (diecisiete) hasta las ocho menos cinco (tres) de la tarde.
Todos los jueves, a las siete y veinte (la hora es aproximativa ya que nunca he mirado el reloj que marca las horas en el punto que intento relatar, pero el reloj interior así lo dice) me cruzo con un hombre (lo indica la vista) oriental. Siempre en el mismo lugar, comprendido más o menos en un ciento de metros,
Uno, dispuesto al desbarre de natural mente, se imagina que es cocinero y acude a su trabajo con una puntualidad exquisita. Además lo imagina puesto en faena con un manejo de cuchillos y utensilios varios que ya lo quisieran para sí muchos cocinillas de la vida (entre los que me incluyo el primero, sin lugar a dudas). Todas estas elucubraciones tienen su origen por el siguiente motivo: muy cercano al lugar del cruce hay un restaurante de comida oriental, y pienso que por las horas que son se dirige al puesto de trabajo a preparar cenas varias.
Hace ya algún tiempo, sino desde el primer día en que nos cruzamos, me llama poderosamente la atención. Es un hombre mayor, o no tanto, no sé, podría tener cincuenta y tantos, o sesenta y muchos, o ni una edad ni la otra.
Ayer por primera vez se cruzaron las miradas, es decir, me miró a los ojos y yo a él. Negros, profundos, en un rostro enmarcado de arrugas, sabio, vivido, vívido.
No sé, ¿nunca os habéis cruzado a menudo con alguna persona a la que quisierais conocer? Es esto, no más.
Creo que empezaré por desearle buenas tardes.

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